El firmamento buscaba por dónde asomarse en el cielo
cubierto, mientras el farol de la noche encontraba resquicios por donde colar su
luz; Orión, el centinela, cuidaba de sus almas. Las nubes no eran obstáculo
suficiente. Los pies dibujaban estrellas a cada paso; el océano inmenso proveía
a medida que los caminantes se internaban más y más en su realidad. Lejanas
luces guiaban su camino y alentaban una pequeña certidumbre.
La inmensidad del universo reflejada en un grano de arena.
Universo repleto de posibilidades, de vida, de amor, de alegría, de infinitos
sentimientos. La música se transformaba en fuerza, la fuerza se transformaba en
música. Mientras, dos entes trascendían entre las estrellas del cielo y de la
tierra; creaban su propio universo y se replegaban en su gozo, a observar el
perfecto devenir del otro.
Caminantes de estrellas, con la mirada puesta más allá.
Buscaban escapar del mundo y crear uno nuevo. ¿Para qué caminar, si no? A
veces, luego de mucho andar, esto puede ocurrir. Es un raro milagro, cuando el
firmamento brilla tanto en la tierra como en el cielo, entonces, es posible
crear un universo nuevo. Fugaz, sí. Pero capaz de dar cabida a los sentimientos
más nobles e intensos conocidos por el hombre. Recompensados por la tenacidad
de desafiar distancias y convenciones, tiempos y realidades.
Luego, nuevamente caminantes de estrellas, anhelantes.
Perdidos en la inmensidad del orbe; pero con una referencia, un faro que los
guiará eternamente. Inspiración para reencontrarse con ese otro universo, fugaz
y bello, que una vez tuvieron la fortuna de crear.